REFLEXIONES EN TORNO A
LA HISTORIA Y LA MEMORIA
Introducción (fragmento)
[...] la historia escolar es una representación del pasado plausible de ser distinguida de otros registros de la Historia, como el cotidiano y el académico, con los cuales establece tensiones y adecuaciones variables –estas tres representaciones pueden ofrecer versiones muy distintas en sus contenidos, e, incluso, llegar a entrar en conflicto– que creemos que son particularmente significativos para el análisis. Si la historia escolar es la que vinculamos a los libros de texto y al currículum educativo, la cotidiana es el elemento de una memoria colectiva que se inscribe en la mente de los ciudadanos, y la académica (o historiografía) es la que cultivan los historiadores y los científicos sociales, de acuerdo con la lógica disciplinaria de un saber instituido bajo condiciones sociales e institucionales específicas (Rosa, 2004). (3)
La historia académica es concebida como garante y modelo original de los contenidos escolares; por supuesto, una vez traspuesta didácticamente (4) (Chevallard, 1991) de modo que pueda ser comprendida en su nuevo contexto–. Debemos señalar, sin embargo, que esto se realiza de un modo muy poco “correcto” –parafraseando la idea de un “uso correcto” de la historia pública– tal como sucede con otras disciplinas académicas, aunque con un matiz singular: la enseñanza de la historia suele ser asimilada rápidamente a un aspecto de la realidad que guarda muy poca relación con el pensamiento crítico y que, al menos hasta ahora, ha servido mucho más a la adhesión emotiva a identidades nacional, la mayoría de las veces en clave mítica. Es por ello que, aunque se supone que la historia escolar inicia a los niños en un camino que conducirá, in crescendo, al conocimiento de “la” Historia (académica), no podemos afirmar que –más allá de las expectativas de correspondencia ideal entre los diferentes niveles– ella sea precisamente la versión germinal y adaptada de la otra (esto, si no nos ponemos a considerar hasta qué punto es posible adaptar formatos y cuál es el límite en el que la transposición se convierte en re-posición).
En suma: la historia escolar es mucho más y, también, mucho menos que la historia académica. Es mucho más porque incluye una gran cantidad de valores y creencias que se enlazan en una trama de relatos históricos cuya finalidad prioritaria es la formación, en los alumnos, de una imagen positiva –triunfal, progresista, incluso mesiánica en algunos casos– de la identidad de su nación.
En síntesis: los tres tipos de historia se corresponden con tres registros de construcción social y significativa del pasado que articulan los procesos de formación de la identidad y la memoria colectivas con la trama vital de cada individuo. Ella recibe en numerosos casos influencias de la historia popular y cotidiana –sobre todo, en lo que se refiere a lo que los alumnos finalmente piensan de sus contenidos, influidos también en cierta medida por diversos formatos de la industria del entretenimiento y la comunicación –no se olvide por ejemplo, la intensa relación de la historia y la memoria colectiva con el cine– y que guarda una estrecha y compleja relación con la historia académica. Es por ello fundamental adentrarnos ahora en las relaciones entre la construcción de la/s historia y la/s memoria/s.
ENSEÑAR HISTORIA EN TIEMPOS DE MEMORIA
No es infrecuente el establecimiento de paralelos entre memoria e historia, ya que ambas se refieren al pasado, pero mientras la primera se vincula con lo experimentado personalmente (como acontecimientos vividos o como relatos recibidos), la segunda va mucho más allá del carácter individual o plural del sujeto que recuerda. Es cierto que podemos hablar de memoria colectiva (Halbwachs, 2004) para referirnos a procesos de recuerdo y de olvido producidos en colectividades y sociedades, que se apoyan en instrumentos del recuerdo, ya sean objetos materiales (por ejemplo, monumentos y lápidas conmemorativas, la toponimia urbana o geográfica, los nombres que se imponen a edificios o buques, las imágenes que se imprimen en el papel moneda), mediadores literarios (relatos, mitos, etc.), o rituales (conmemoraciones, efemérides). Ellos actúan como material, como argumento, y como guión para la re-presentación (siempre dramatúrgica) de algo ya desaparecido, pero que resulta de alguna utilidad presente, por lo menos a juicio de algunos de quienes participan, ejecutan y dirigen los actos del recuerdo que se sustentan sobre estos artefactos culturales. Los actos del recuerdo siempre están al servicio de las acciones presentes, se recuerdan para que se pueda sentir, evocar, imaginar, desear o sentirse impelido a hacer algo, aquí y ahora, o en un futuro más o menos próximo. Lo importante es lo que queremos hacer, o que se haga; y lo menos importante es que el recuerdo sea exacto, que la re-presentación sea lo más parecido posible a lo que sucedió en el pasado. Lo que nos importa es que el recuerdo sirva para los propósitos de la acción presente. El recuerdo está hecho de lo que en cada momento se registra, se inscribe, lo que se considera digno de la memoria, del recuerdo futuro. Por eso la memoria colectiva está hecha también de olvidos; de olvido de lo que en cada momento no se considera digno de ser registrado; de olvido de lo que no resulta memorable, por irrelevante, por doloroso o por incómodo. Así, respecto a lo sucedido en un mismo tiempo unos grupos recuerdan (y olvidan) algunas cosas, y otros hacen eso mismo, pero con cosas muy diferentes. Por eso hay disputas por la memoria e incluso combates por el control de la memoria colectiva. Esta dinámica de recuerdos y olvidos hace que la memoria (la personal y la colectiva) sea siempre dinámica. Cada presente no sólo ofrece sucesos, sino también fabrica registros para el recuerdo futuro; no sólo registra unos hechos e ignora a otros que están sucediendo en ese momento, sino que elige recordar u olvidar también lo que recibe de lo que ya es pasado en ese momento. Por eso un colectivo, si quiere seguir siéndolo, tiene que negociar su memoria colectiva: qué recordar, qué olvidar, y cómo negociar lo que resulta glorioso o vergonzoso para todos sus componentes, o para algunos de ellos.
Cuando se rememora en comunidad, contribuimos a estrechar los lazos de quienes recuerdan juntos, a sintonizar sus pensamientos y sus sentimientos –aunque eso se haga al precio de convencionalizar los recuerdos– a limar las aristas de lo que puede separar, a traer unas cosas a primer plano y relegar otras al fondo del escenario, hasta poco a poco hacerlas desaparecer. Así, los próceres ganan estatura y pierden barriga, ganan altura moral y pierden humanidad, y el colectivo se muestra en el pasado con una altura de miras que nos hace ahora sentir el impulso de imitar sus grandezas, mientras que piadosamente nos olvidamos de sus pecados. La memoria es engañosa, pero gracias a su capacidad de olvido, a su poder de maquillaje de lo ya pasado, nos permite imaginar futuros mejores.
Aunque también, al hacerlo, corremos el riesgo de olvidarnos de las lecciones que pueden aprenderse a través del escrutinio de lo que no nos resulta cómodo de registrar, ni de traer al recuerdo. Y aquí aparece la Historia. En su origen no fue otra cosa que un refinamiento de la memoria colectiva, pero, luego, su desarrollo se separa nítidamente. La Historia no sólo se preocupa del uso actual de los recuerdos recibidos, sino que tiene entre sus imperativos no sólo ser verídica (el apoyarse sobre evidencia empírica del pasado), sino también buscar activamente los recuerdos olvidados, el dar cuenta de todo lo sucedido, describirlo y explicarlo. Aunque describe situaciones pasadas, su objeto de estudio es el cambio, y el tiempo es la dimensión que la vertebra. Por eso, sus productos suelen aparecer en forma narrativa. Y aquí está otra de sus peculiaridades: no es sólo importante lo que cuenta, sino también cómo lo cuenta. Las descripciones que hace son, al mismo tiempo, explicaciones, además de tener componentes ideológicos y morales difícilmente evitables, al estar entreverados en la propia retórica que constituye el relato.
Curiosamente, esta característica no la convierte en menos verdadera. Pero para que se entienda esta aparente contradicción hay que distinguir entre dos aspectos: por un lado, los referentes (lo que se presenta sustentado sobre evidencia empírica, monumental y documental); y, por otro, la significación que se atribuye a los cambios que se estudian. Dicho de otra manera, qué cambio se estudia y por qué y para qué se lo estudia. Ésta es otra peculiaridad: la historia que estudia los cambios que se han producido en el pasado, sólo puede explicarlos recurriendo a causas previas a éstos (entre las cuales pueden estar los propósitos de los agentes involucrados), pero lo hace para comprender (explicándolos) los acontecimientos que, si bien están también en nuestro pasado, fueron futuros respecto a los cambios estudiados. Dicho de otra manera, la historia procede al revés que el cambio histórico: va del futuro al pasado, en busca de su causa. La labor del historiador es un continuo vaivén entre futuros y pasados. Quiere saber qué pasó antes, para saber por qué sucedió lo que pasó después. Pero el después está primero que el antes, aunque sólo sea el segundo quien pueda explicar al primero. Es un trabajo que recuerda al del detective, que trata no sólo de explicarse cómo sucedió lo que se investiga, sino también por qué –e incluso para qué, lo que no tiene por qué ser exactamente lo mismo– pues al igual que sucede en una investigación policial, el establecer un hecho requiere explicarlo, pero para que pueda ser imputable, debe haber intencionalidad.
En otras palabras: los acontecimientos sociales complejos están infradeterminados, están afectados por causas diversas. Pocas veces suceden las cosas como se planean, y ni siquiera los planes son resultado del ejercicio de un albedrío libérrimo. De lo que se trata es no sólo de entender y explicar por qué pasó lo que pasó, sino sobre todo (pues la historia es humana por definición, de lo contrario se confundiría con la cosmología o la geología) por qué los agentes actuaron como lo hicieron (aunque ellos, como nosotros, muchas veces no supieran lo que efectivamente estaba pasando o lo que estaban haciendo); algo que necesariamente implica tratar de entender para qué lo hicieron, en qué acertaron y en qué no. Comprender sus móviles, sus motivos y sus objetivos. El historiador no es sólo un policía, es también una especie de juez, o mejor dicho, no puede evitar serlo. Por eso continuamente echa mano de atenuantes y eximentes. Pero es el detective y el juez de un presente, que mira hacia un pasado en el que siempre es un extraño, por más que trate de expatriarse en él.
Y aquí Historia y memoria colectiva vuelven a encontrarse. El historiador vive en su presente y también recuerda para el futuro. Por mucho que se esfuerce en seguir una actitud historicista no puede nunca abandonar del todo su presentismo. La diferencia es que su presentismo no puede dejar de ser crítico. Está entrenado para investigar las causas de los acontecimientos sociales, pero también sus consecuencias. Sus pesquisas le han hecho sospechar que todas las familias tienen cadáveres en sus armarios; sus estrategias de trabajo le hacen estar alerta a la disparidad entre planes y resultados. Sus viajes a través del tiempo le han familiarizado con lo peligroso de los atajos, y a dónde muchas veces conducen los caminos empedrados de buenas intenciones. Dicho de otra manera, su trabajo consiste en buena parte en aprender a leer las señales que se encuentra en su deambular por los paisajes del tiempo, relativizarlas y tratar de descifrar su significado futuro. Su riesgo es mínimo en el trabajo de investigación histórica, pues sólo tiene que avanzar un poco en su camino para ver si se equivocó o no en su interpretación. Pero se convierte en máximo cuando llega al umbral del presente. Allí sólo puede arriesgarse a interpretar significaciones, no puede adivinar lo por venir, pues el presente es una barrera infranqueable para su arsenal metodológico. Pero, ¿hay acaso alguien mejor preparado que él para ese aventurado ejercicio? Aquí llegamos a un terreno en el que la historia se topa con el mal delimitado territorio de las ciencias sociales. Es el límite en el que todos nos situamos cuando nos preguntamos qué deseamos, qué queremos, qué debemos, qué podemos o qué nos vemos forzados a hacer, desde el convencimiento de que en el instante siguiente hay que hacer algo, aunque sea quedarse quietos. Pero, ¿cómo decidimos qué hacer?
[...]
No hay grupo social sin una memoria compartida que constituya una identidad común, que dé sentido de pertenencia a ese colectivo y que sirva de base para una mínima solidaridad que le dé cohesión. Símbolos, rituales, mitos y narraciones compartidas sirven a este propósito, como también lo puede hacer cualquier narración de memoria colectiva que se administre a quienes atiendan a grupos institucionalizados para la adquisición de destrezas culturales para la vida, ya sean técnicas (para la realización de tareas de trabajo), sociales (sobre cómo comportarse en grupo) o culturales (sobre valores, moral e identidad). Así es como la historia entró en la escuela, a finales del siglo XIX (en realidad, en el comienzo mismo de la escolaridad obligatoria), como un procedimiento para la creación de identidad, que se mostró de gran efectividad para la formación de lealtades a los Estados modernos. Unas lealtades que vinculan tanto a los que están sujetos al poder, como a quienes lo ejercen, pues esa memoria colectiva (bajo el nombre de historia) afecta a todos (más o menos) por igual. De hecho, la propia Historia se desarrolló en buena parte como subsidiaria de esta función, para ir poco a poco separándose de ella, siguiendo un proceso en parte similar al de las ciencias humanas, y también paralelo a la del propio desarrollo de los estados modernos. Es esta función la que la hace tremendamente efectiva como instrumento para la creación de solidaridad y para la conformación de voluntades, pero también para el control de las conciencias.
Como antes decíamos, no hay duda que no puede haber colectividad sin recuerdo compartido, al igual que no puede haber una nación sin historia común (en el doble sentido de acontecimientos experimentados en el pasado y de recuerdos compartidos de ellos). Por eso, creemos que una parte de la enseñanza de la historia debe dedicarse a administrar esos recuerdos. Pero aquí hay ya una diferencia entre enseñanza de la historia y transmisión de la memoria compartida. La historia es crítica: se niega a olvidar lo doloroso, no debe ocultarnos cosas que ahora pueden no gustarnos; debe enseñarnos que a veces hemos sido víctimas, pero otras también verdugos, y que el límite entre lo uno y lo otro a veces es muy tenue. Pero, además, la historia no son sólo relatos, no es sólo algo que se recibe, sino es también, y sobre todo, un conjunto de recursos para ayudarnos a comprender. Son destrezas de pensamiento que, si se adquieren pueden ayudarnos no sólo a armonizarnos con los demás, sino a disentir de ellos, a ejercer, dentro de nuestros modestos límites, la libertad de pensamiento, de planificación y de acción. Conviene recordar que la democratización de los Estados modernos conduce a sociedades democráticas, a veces posmodernas. Eso tiene un precio. Los Estados de las sociedades democráticas sufren siempre la relativa inestabilidad que les da el tener que recabar la lealtad de su ciudadanía, que precisamente lo es, porque se reconoce solidariamente obligada al resto de los miembros de esa comunidad. Por eso la enseñanza de la historia es algo muy delicado, pues debe administrar los símbolos y los relatos sobre los que se sostiene la solidaridad, pero cuidando que la lealtad no se convierta en sumisión, que la nación no se haga demasiado patria, que el sentimiento de pertenencia a una comunidad no convierta a los otros en enemigos, ni que el futuro se contemple como una prolongación del ser de una comunidad mítica recibida y trascendente, sino que esté abierto a nuevas posibilidades de ser del “nosotros” en el que nos incluimos.
Si se dice que el ser humano es histórico no es sólo porque se ha constituido en el pasado, sino también porque tiene alguna parte de la propiedad de su futuro. Entendemos que la Historia y su enseñanza, debe ser un instrumento para abrir futuros posibles, no únicamente para canalizarlo en las direcciones recibidas por quienes confeccionaron en el pasado narraciones con vocación de eternidad. Es en la búsqueda de este delicado equilibrio que ahora se está discutiendo el futuro de la enseñanza de la historia.
(3). En este trabajo se analizan con detalle los diferentes sentidos del término “historia”.
(4). La “transposición didáctica” es un concepto utilizado por algunos estudiosos de la didáctica que han analizado las relaciones entre el “saber sabio” y el “saber escolar”, mostrando que cuando el primero llega a la escuela experimenta una deformación considerable (véase Chevallard, 1991). Para un análisis específico de cómo se produce esta transformación en el caso específico de la historia, véase Tutiax (2003).
Fuente: Mario Carretero, Alberto Rosa María, Fernanda González (compiladores). Enseñanza de la historia y memoria colectiva. 1a ed. - Buenos Aires : Paidós, 2006. 360 p. ; 22x16 cm. (Paidós educador)
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