Nélida Sanchini de Montórfano
por J. Alberto Navarro
Hace pocos días vi una publicación en Facebook que provocó que mis neuronas me hicieran viajar en el tiempo y me transportara al año 1968, más precisamente a noviembre, al aula donde cursaba tercer año, que se encontraba más próxima al parque que tenía la Escuela Normal. Era la última de las aulas que se veían de frente cuando se ingresaba a la escuela. Los árboles centenarios se podían observar desde nuestros bancos y los disfrutábamos cuando caminábamos entre ellos en los recreos, horas libres o en las clases de dibujo cuando los profesores nos llevaban para dibujar o pintar el paisaje.
El año estaba por llegar a su fin, tenía todas las materias aprobadas, excepto una: matemáticas o matemática, una duda semántica que quedaba dilucidada cuando la profesora nos corregía ipso facto:—¡Matemáticas! Las ciencias matemáticas tienen muchas ramas, aritmética, algebra, geometría, análisis, etc.— afirmaba con énfasis.
Para aprobarla tenía que sacarme un diez en el último cuatrimestral. Después de tanto tiempo, no recuerdo cual fue la causa de tal despropósito, porque siempre me gustó la materia, pero lo concreto era que tenía que pasar por ese calvario, que me tenía preocupado ( lo preocupado que puede estar un chico de quince años por una materia)
¡Y la profesora era Nélida Sanchini de Montorfano!, cuya fama de estricta y exigente la precedía, lo que hacía mas inquietante mi situación, pero debo reconocer que el único culpable de la endeble posición en que me encontraba era yo mismo, ya que nunca sentí que hubiera sido injusta conmigo.
Ese año había empezado a trabajar en el Cine Rivadavia, y posiblemente la emoción de ver las películas varias veces, hicieron que descuidara algunas materias. Para colmo en los días previos al cuatrimestral se había estrenado una película de acción, Estación Polar Zebra, que me atrapó, e hizo que matemáticas pasara a un segundo plano, así que tenia que aprovechar bien el tiempo que me quedaba hasta la fecha del examen, si no quería tener que seguir estudiando en diciembre.
Finalmente, como todo llega, el momento tan temido también llegó.
¡Ese día tenia el examen de matemáticas!
En el recreo largo, seguimos practicando los únicos tres varones de la división, Yayo Mainardi, Daniel Rodríguez y yo. Entre binomios, polinomios, Pitágoras y razones trigonométricas, llegamos a la hora señalada.
Se escuchó el timbre que anunciaba la finalización del recreo y la entrada al aula.
La preceptora Vilma Garcino se acerca, y nos dice: — Vayan entrando, que terminó el recreo.
Nos fuimos ubicando en nuestros asientos, con un nudo en el estómago, los que teníamos que zafar de diciembre. Tranquilas y displicentes las que ya tenían asegurada la materia, como Marta Gallego y Mabel Castrillón, ambas alumnas de diez. En realidad la mayoría de mis compañeras eran excelentes alumnas, y los que sufríamos los avatares matemáticos éramos contados con los dedos de una mano.
Vilma dio la orden:
—De pie.
— Buenos días— dice La Montórfano.
— ¡Buenos días!—contestamos a coro.
— Tomen asiento.
Se hizo un silencio expectante.
— Saquen una hoja
Empezó a repartir los exámenes.
— Tema uno.
— Tema dos.
— Tema tres.
— Tema cuatro.
La posibilidad de copiarse, o que alguno de nosotros pudiéramos ayudarnos, se desvanecieron en el aire.
A pesar que estaba confiado en mi sapiencia matemática, el nudo en el estómago se hizo más grande. Así que, entregado a mi suerte me dispuse a realizar el examen.
Los únicos sonidos que se escuchaban provenían de una tosecita nerviosa acá o un carraspeo allá.
Algunos se pusieron a escribir rápidamente, otros miraban al techo, con su mirada perdida, y otros hacia todos lados, como buscando una tabla de salvación. La profesora caminaba entre nosotros, controlando que nadie se copiara, y evacuando alguna duda menor a algún alumno. Uno a uno todos mis compañeros fueron entregando, para bien o para mal, sus exámenes y se fueron retirando.
Finalmente las únicas personas que quedamos en el aula éramos la profesora y yo, ella, sentada en su escritorio, en un rincón, al frente, y yo en la otra punta del salón, al fondo, en la anteúltima fila, en diagonal. El tiempo transcurría, para mí, raudamente, y para La Montórfano, seguro que en forma más lenta, ya que en un momento nuestras miradas se cruzaron, y sentí, que en silencio me preguntara: -¿ te falta mucho?
Sonó el timbre de salida y fue como si el tiempo se hubiera detenido.
La profesora, la persona estricta y exigente hizo como si no lo hubiera escuchado, y siguió imperturbable corrigiendo los exámenes de mis compañeros que ya habían terminado.
Yo, repasando uno a uno los ejercicios, una y otra vez, tratando de encontrar el error que me alejara de ese diez tan necesario
De pronto escuché su voz:—¡ Navarro, la próxima vez, me vas a tener que traer un sánguche de milanesa!— dijo con una sonrisa cómplice.
Esa frase, me tranquilizó y pude terminar el examen inmediatamente.
La prueba fue difícil, pero tenía la certeza que estaba bien, y zafaría de tener que rendir en diciembre.
A los pocos días La Montórfano, confirmó la nota:
— Navarro, me hiciste esperar, pero valió la pena, te sacaste un diez.
Siempre agradeceré la actitud de la Sra. de Montórfano, quien esperó a que finalizara el examen y así pude lograr aprobar la materia.
La señora Nélida Sanchini de Montórfano, formó parte de un grupo selecto de profesores, que tuve el privilegio de tener, a los cuales agradezco profundamente todo lo que fueron capaces de entregarnos.
J. Alberto Navarro