BLANCA COTTA
Hija de JUAN MANUEL COTTA
el segundo Director
Hija de JUAN MANUEL COTTA
el segundo Director
ENTREVISTA (Fragmentos)
Blanca Cotta es famosa por escribir sus recetas como si fueran cartas personales, por recomendar sólo ingredientes que pueden conseguirse en el almacén del barrio y por durar en un tiempo en que los chefs se reproducen como conejos.
Por María Moreno
Antes de entrar a su escritorio, besa un ángel. Lo besa con una familiaridad de pariente. “Muaa”, escribiría si tuviera que contarlo en una de sus notas –recetas que se publican en Clarín cada domingo y donde se tutea con lectores que le escriben como a una consultora sentimental, en cantidad–, aunque Blanca Cotta insista en que es una cocinera y punto. Famosa cara del viejo programa “Buenas tardes, mucho gusto” que había saltado a la televisión desde su formato de revista femenina que envolvía consejos sobre jardinería, cocina y artes manuales con tono de mujer a mujer. Allí, Blanca Cotta, en la televisión de los años ‘60, llegó a mostrar los “pasos” de sus recetas con dibujos simpáticos de línea pedagógica, no en vano ella estudió en la Escuela Normal [de Quilmes] y es profesora de Letras [por la Escuela Normal Superior "Roque Sáenz Peña"]. El guión del programa también era de ella. A hacer de todo ya había aprendido en la revista donde fue jefa de redacción luego de que su director, Jacobo Muchnik, le hiciera un pequeño test psicológico con preguntas del tipo: ¿Cómo es con sus hijos? ¿Firme o mimadora? ¿Pega cuatro gritos? ¿Sabe convencer?
–En mi perra vida yo había hecho un guión de TV. Entonces me imaginé que un guión tenía que ser lo mismo que un plan de clase, y en un plan de clase siempre tenés la acción y la objetivación. Porque para fijar el conocimiento hay que ilustrar. Entonces lo desarrollé como si me lo estuvieran dictando paso por paso. Y al margen yo ponía dónde iba el primer plano de esto y aquello. En ese programa, sentada en un tablero llegué a hacer reportajes mientras dibujaba la caricatura del entrevistado. [...]
–Esta es mi cueva. No te fijes en el desorden. Si pensás que tengo alma de ciruja, te aclaro que tengo orden mental. ¿Esta qué virgen era? Me la mandaron unas hermanitas de Los Toldos. Aquí está mamá conmigo y con mi hermano mellizo, Roberto. Esa foto es de papá, que era maestro cuando fundó la Escuela 92 –le puse el ramito de violetas porque a él le gustaban mucho– y ésta es su gorra. El ladrillo te parecerá raro, pero es de la primera escuelita que fundó papá en Dolores. Cuando la demolieron, una maestrita me la mandó en una encomienda. Cuando sentí cuánto pesaba el paquete, pensé ¡esto es una bomba! Pero, ¿quién me iba a mandar una bomba a mí? Y esta baldosa es también de la 92. La pedí cuando ya era un conventillo. Pedí permiso para entrar y la saqué del patio. [...]
Electra de pampa y de río
La casa de La Pampa era el colegio que su padre dirigía. Albergue demasiado grande –cuatro manzanas– para una infancia con anécdotas aptas para un libro de lectura escolar y que pasa por alto los secretos que Freud atribuyó a los perversos polimorfos. Blanca aprendía en El tesoro de la juventud los grandes misterios de la naturaleza, cómo cría perlas una ostra y a hacer un chinito de maní. En lo del librero, que se llamaba Elizondo, el padre compraba con libreta las últimas novedades de Buenos Aires. Rompecabezas y soldaditos de plomo. Una sola vez apareció un juguete lujoso que trajo una abuela de la Capital: un triciclo con la cabeza de un caballo.
–Me acuerdo cuando íbamos al campo en La Pampa que yo le decía a papá: “Llevame más adelante”, mientras caminábamos en medio de los pastizales pinchudos. “Esta mocosa me va a cansar”, se molestaba. Pero yo seguía: “Llevame más adelante”. Hasta que se cansaba en serio y entonces volvíamos al auto. ¿Sabés lo que quería yo? Llegar al horizonte. Pero no contaba con nada, ni siquiera sabía que el horizonte se llamaba “horizonte”. Otras veces íbamos en el auto –yo tendría cuatro o cinco años– y le pedía: “Papá, subime a ese árbol”. Papá frenaba, iba conmigo, me subía al árbol. “Poneme en la rama más alta. Esa no. ¡Más alta!” Y él: “¡Esta mocosa caprichosa! No, no te voy a subir”. Yo no lo decía, pero creía que en la rama más alta iba a poder tocar el cielo. Eran cosas que yo me guardaba para mí misma.
En Quilmes vivió varias veces, pero es, evidentemente, su lugar y aunque mencione sin quejarse la cercanía de su casa de una villa miseria, pronuncia los nombres de las “familias tradicionales” con una música proustiana.
–La casa donde vivíamos cuando yo era chica queda en la calle Alsina y está exactamente igual, con sus dos balcones. Recuerdo el vestíbulo con su mampara de colores, la pieza de mi hermano Juan Angel, la de Roberto, mi hermano mellizo, el escritorio de papá, el comedor grande para recibir visitas, mi dormitorio y el comedor diario. Después otra mampara de vidrio y un caminito largo que daba a lo que sería el departamento de servicio, con la escalera caracol. A veces, cuando voy caminando hacia el centro de Quilmes lo hago a propósito por la calle Alsina y siento el placer de la nostalgia. Un día voy a pedir permiso para entrar, si no, me da un soponcio.
Blanca tuvo una adolescencia bajo mano dura: no la dejaban ir a fiestas y tenía que relojearlas desde el balcón cuando había alguna en la azotea de la vecina. Por eso dice que más que salir con su primer marido, él tuvo que entrar a su casa. Cuando eligió al segundo, ya tenía edad para decidir, pero él no era ningún desconocido.
–Éramos compañeros en el Normal. Los chicos usaban un moñito a lunares. Y él siempre lo tenía torcido. No nos dábamos ni cinco de bolilla. Y después de mucho tiempo, yo enviudé y mamá se vino a vivir conmigo. Un día, una ex compañera me dice: “¿Por qué no venís a las reuniones de ex alumnos que hacemos siempre?”. Fui y me reencontré con Carlos, que también había quedado viudo hacía poco tiempo. Mis compañeras me hicieron gancho. Mariana Greco, que hacía unas reuniones muy lindas, puso música suave y bajó la luz mientras bailábamos. ¿Te imaginás a los cincuenta años de entonces volver a enamorarte? Yo con dos hijas que, según Carlos, valen por ocho, y él con cuatro varones. “¿Te vas a casar con un tipo que tiene cuatro hijos adolescentes?”, me preguntaban. Pero yo adoro a los chicos. Además me daban lástima: habían perdido a la madre. Por eso cuando me preguntan si soy la madre del intendente de Quilmes, de Fernando, yo digo que sí porque no me gusta la palabra “madrastra” y menos “madre putativa”. A menudo, las cartas que Blanca Cotta comparte con sus lectores exhuman recuerdos de objetos cotidianos y costumbres que hoy no tienen ningún lugar en los medios: son como archivos en forma de correspondencia.
–Me acuerdo de cuando, con mis hermanos, esperábamos en el balcón a que llegara el tranvía 22 cuando mis padres se habían ido al centro. Del río cuando las aguas no estaban podridas. Allí se reunían las familias de Quilmes. En la rambla estaban las piletas olímpicas con sus vestuarios. Nosotros íbamos con nuestras canastitas de sandwiches y, después de bañarnos, nos subíamos a todos los juegos y nos mirábamos en los espejos deformantes. En donde habían cavado el río, había una enorme pantalla y allí proyectaban películas. Si eran películas argentinas, sonabas, porque el ruido del río pegando contra los parantes no te dejaba oír. A papá le gustaba ir de noche y sentarse en las escaleritas que bajaban al río para mirar el cielo estrellado. Yo me acurrucaba al lado y él me iba diciendo cuáles eran las constelaciones, toda una enseñanza de astronomía. Me enseñaba sin que yo me diera cuenta, que es la mejor manera de enseñar.
Aun en los recuerdos tristes, quizás por deformación profesional o porque las reminiscencias suelen prestar más atención a los sabores que el presente, aparecen golosinas. [...]
–Nosotros en La Pampa no conocíamos el mar y tampoco lo conocimos en vacaciones. Porque las vacaciones eran para ir a la casa de mi abuela, en Buenos Aires. Por lo general, para el 15 de agosto, que era Santa María. Ese día yo me transformaba de Cenicienta en princesa. Mis primas me hacían rulos, me compraban vestidos, medias y zapatos nuevos como si me hubieran tocado con una varita mágica. Y en la sala con muebles antiguos y jarrones que no había que tocar y piano con mantón, yo le recitaba a mi abuela una poesía que había hecho papá. [...]
–Me acuerdo de cuando mi hermano Juan Angel, que estaba casado con Nené Taboada, vivía en San Isidro. Y pasábamos las Fiestas allí. Yo hacía los bocaditos y el cóctel, y poníamos las mesas afuera, en el jardín. Corrían los brindis. Juan Angel cantaba tangos (yo no, porque cantando soy un sapo). Eran los tangos más reos, desde “Chorra” a “Malevaje”. Me acuerdo también de una noche de tempestad que arrasó con todas las copas que había en las mesas. Eran tiempos felices porque éramos todos. No faltaba nadie. Recordar con nostalgia no es vivir en el pasado. Es la dulzura de volver a ver a aquellos que, de no haberlos tenido, uno no sería lo que es.
VIERNES, 7 DE JUNIO DE 2002
Fuentes: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-213-2002-06-13.html
Diario Clarín, 1987. (Artículo conservado en la sección Colecciones del Archivo Histórico "Silvia Manuela Gorleri")
El destacado nos pertenece.
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