ARQUEOLOGÍA
Y RITUALES DE LA ESCUELA
Agustín Benito Escolano
Centro Internacional de la Cultura Escolar,
Berlanga de Duero, Soria/ España
(Fragmentos)
La cultura de la escuela, en su dimensión de patrimonio histórico-educativo o de tradición disponible, que es la perspectiva transversal que afecta a todos los estudios que se agrupan en esta publicación, se nos ha transmitido fundamentalmente en dos registros observables, ambos dotados de visibilidad:
El primero, el más expuesto a esta posibilidad de observación y manipulación, vendría dado por las cosas u objetos físicos que nos ha legado el pasado de la escuela, esto es, por las materialidades con memoria que pueden ser examinadas bajo la mirada arqueológica del observador.
El segundo, también visible, aunque con otro tipo de retícula, estaría anclado en los rituales que pautan la sociabilidad de los actores que manejan las cosas o los objetos y pautan las relaciones que se establecen entre los sujetos que gestionan y representan el mundo de las prácticas en que se plasma la cultura empírica que informa la vida de las institucionales. Tales ritualidades son inmateriales, pero se en dan siempre en escenarios que sí tienen anclajes físicos en la materialidad.
Estas dos perspectivas de análisis son justamente las que Richard Sennett atribuye a toda cultura basada en la experiencia: su entronque con la materialidad y su gestación y transmisión bajo formas rituales de comunicación y apropiación (Sennett, 2009). En los orígenes de cualquier manifestación cultural – dice el conocido sociólogo de la cultura- hay siempre un anclaje empírico, y la socialización de la cultura se lleva a cabo por medio de comportamientos ritualizados que aseguran su legitimación, estabilidad y permanencia.
La escuela, como construcción sociohistórica, es a estos efectos un sintetizador cultural que nace del entrecruzamiento de la memoria en que se objetiva su cultura material con los rituales que transmiten, perpetúan y gobiernan los procesos de la educación formal. Bajo el sustrato de estas dos mediaciones – una más física y otra más intangible o inmaterial - se ha ido configurando toda una cultura que se nos manifiesta como realidad empírica (en las prácticas), como campo intelectual (en los discursos) y como dispositivo de regulación de la vida societaria (en las normas).
Cualquier objeto material de la escuela puede ser considerado como fuente para entender e interpretar la funcionalidad de las prácticas que se asocian a él, los discursos que subyacen a esas acciones y las reglas de gobernanza que se cumplimentan con su uso en las aulas. Cualquier ritual puede asimismo ser analizado desde sus funcionalidades pragmáticas, desde la gramática que rige la acción como intelligentsia o desde sus expectativas de control y apropiación social.
[...]
Un cuaderno es una materialidad en la que han quedado plasmadas las prácticas de escritura al uso en la escuela de la época a la que pertenece (cultura empírica), la pedagogía implícita en esas prácticas (discursos) y las orientaciones políticas que las gobernaban (normas). Además de ofrecer la posibilidad de analizar el objeto escolar como soporte de determinadas pautas de escritura (caligrafía, dibujos, distribución del espacio gráfico) y de los contenidos de la actividad escolar, es evidente que la representaciones del líder político, el simbolismo de los motivos gráficos (águila, signos militares, escritura musical) manifiesta la presencia explícita e implícita de valores y discursos asociados a la cultura autoritaria del régimen alemán a que corresponde. El objeto analizado no es un material neutro que sólo refleje una determinada actividad de la vida escolar de su tiempo, sino un verdadero sintetizador de las acciones, los discursos y las ideologías de aquella particular y definida cultura escolar. (1)
[...]
Los restos arqueológicos de la escuela son, en primer lugar, materialidades con memoria. En ellos está inscrita la tradición disponible con la que hoy orientamos en parte la construcción de las sendas de sentido por donde discurrir hacia nuevos futuros. El filósofo español Emilio Lledó ha hablado del futuro de la memoria y de la memoria del futuro (Lledó, 1992, 75), una propuesta que no es un mero juego lingüístico, sino la afirmación del poder y la necesidad de los recuerdos en la construcción social y cultural de la realidad. No es posible construir hoy prácticas o discursos sin hacer uso de la memoria. Dialogamos o argumentamos siempre desde la tradición cultural en que estamos instalados, aunque ello se haga críticamente, y lo hacemos con lenguajes que también son mnemónicos.
La memoria es susceptible de múltiples abordajes. Nosotros nos hemos venido ocupando de ella desde hace algunos años bajo un prisma de orientación antropológica en sus relaciones con la educación, y más concretamente con la construcción sociocultural de los componentes constitutivos de ésta.
Estos han sido, entre otros, algunos de los aspectos en que hemos tematizado las relaciones entre memoria y educación:
la proyección de la memoria en la identidad narrativa de los sujetos;
el influjo determinante de la memoria en la configuración de los patterns de la cultura de la escuela; el poder de lo mnemónico en la definición del habitus del oficio corporativo de los enseñantes;
la influencia de la tradición en el formateado de las prácticas pedagógicas;
el valor estructurante de la memoria en la semántica añadida a los materiales semióforos que median en la relación entre los actores de las instituciones de formación.
Todas estas dimensiones del mundo de la escuela, y por extensión de la educación, están sobredeterminadas por ingredientes y procesos que se vinculan a la memoria. Más allá de los espasmos del presente, somos constitutiva y ontológicamente memoria. Los individuos y los grupos humanos nos abrimos al mundo de la vida a partir de los deseos, pero las expectativas de estos nacen y se socializan bajo el ethos estructurante de la memoria, un valor que nos permite, según sugería María Zambrano, “no avanzar a ciegas” (Zambrano, 1989), si bien ello haya tenido que practicarse a menudo escribiendo y borrando, como en los juegos de arena, los contenidos de los recuerdos, o viajando por el quimérico museo de formas inconstantes a que aludió Jorge Luis Borges al referirse a la volubilidad de lo memorizado. Algunos elementos de memoria permanecen estables, pero muchos se deforman una y otra vez en el caleidoscopio de los juegos de espejos a que se ven sometidos (Borges, 2005, p. 981). Tal vez por ello, los ríos, cuando quieren orientar el sentido de su marcha, se calman y sosiegan en el tracto de su curso, e incluso discurren a veces, como dijo el poeta, hacia atrás, es decir, hacia sus fuentes, en busca de los orígenes de su constante devenir, de su genealogía.
La cultura de la escuela, como condensado de la memoria, se expresa, además de en los objetos-huella, en la cadena de rituales que se ordena a estructurar la sociabilidad de los sujetos en formación y de los agentes que los ayudan a formar. Las arquitecturas son escenarios diseñados para cubrir estas ritualidades con espacios ad hoc que organizan los procesos: portal de acceso, pasillos con aulas para clasificar a los alumnos según su grado de instrucción, aulas por sexos o mixtas, área de dirección, símbolos sobre los muros, decoración… Los tiempos de la escuela están a su vez ritmados conforme a putas bien fijadas a las que deben sujetarse los actores. El currículo ha de ser cursado siguiendo pasos bien programados y ajustados a niveles. La metodología opera conforme a un protocolo dirigido según pautas. Los exámenes vienen codificados por grados que dan paso a diplomas. Todo pues está sometido a esta cadena de rituales en que se formaliza la vida escolar, inserta además en el archipiélago de ritualidades del mundo de la vida que le sirve de contexto.
[...]
Desde que la escuela se hizo obligatoria, en los países de democracia avanzada, su cultura, sus métodos y sus esquemas de sociabilidad han entrado a formar parte de nuestra memoria individual y colectiva. Nuestro cuerpo es también un registro psicofísico de hábitos y conductas, un soporte material y vital de memoria, encarnada en voces, gestos, escrituras, actitudes y otras modalidades del comportamiento humano.
Los esquemas de las estructuras institucionales, las imágenes de los comportamientos de los actores que participan en la convivencia escolar, los contenidos de los curricula, el ajuar de las mediaciones con que se instrumenta la acción educativa, los modos y métodos de gestionar las relaciones y los procesos de enseñanza y aprendizaje, todos estos elementos, y los símbolos que los acompañan, han entrado a formar parte de los marcos estructurados de nuestra memoria personal y social. La escuela ha sido una de las instituciones culturales de mayor impacto en el mundo moderno. Querida u odiada, pero siempre recordada, ella fue un escenario clave de nuestra sociabilidad infantil, un lugar esencial en el desenvolvimiento de nuestra propia identidad narrativa y un ámbito de creación de cultura que nos ha cohesionado con todas las demás gentes del común. Por eso, la mirada arqueológica puede dirigirse también, más allá de las materialidades, hacia los estratos psicofísicos y socioculturales de nuestra subjetividad, anclados en buena medida en la memoria que es producto de toda una serie de ritualismos y a que a la vez los reproduce de modo ritual.
Antes de comenzar el siglo XIX eran muy pocos los niños que iban a la escuela, y menos aún las niñas. Sin embargo, a lo largo de los dos últimos siglos, la institución escolar se ha ido imponiendo como albergue universal para acoger y socializar a toda la infancia y la juventud. [...]
La inmersión de la infancia, de toda la infancia, en el universo de la escuela no sólo ha tenido proyecciones antropológicas, sino también socioculturales. A través de la cada vez más larga insolación institucional, la infancia se convirtió en un colectivo a tutelar, controlar e instruir, al tiempo que en un objetivo a socializar conforme a los nuevos valores de ciudadanía en que se quería cimentar la nación y el mismo Estado. La escuela pasó así a erigirse, con diferentes ritmos según los países, en una agencia patriótica de nacionalización de los sujetos acogidos a su implacable disciplina. De este modo, las reglas de gobernabilidad escolar entraron a formar parte del ethos de la cultura y de la sociedad, y por consiguiente también de la memoria individual y colectiva, esa memoria ritual que la mirada arqueológica examina y reconstruye.
Cuando los sujetos que han estado sometidos a estas influencias se disponen a contar su biografía casi siempre recurren, tras las obligadas referencias a los datos de origen local y familiar, a las primeras experiencias formativas experimentadas en la arena escolar: “antes de cumplir los seis años de edad fui a la escuela de…” (suelen decir al comenzar sus relatos de vida). La identidad narrativa de los individuos, de la que habla Paul Ricoeur, se podría representar hilvanando las imágenes de los rituales de paso mediante los cuales las personas ha llegado a socializarse. Reconstruir esta cadena de rituales es igualmente hacer arqueología sociocultural (Ricoeur, 2006).
[...]
He aquí pues otra muestra de un nuevo campo de estudio en torno a la presencia de la escuela en la memoria de los sujetos y en la colectiva. Ello avala el interés actual, en las democracias ilustradas, por recuperar la cultura material e intangible en las que se hace presente la memoria y por difundir estos bienes en la sociedad, en orden a la educación patrimonial de los ciudadanos.
NOTA:
(1) Véase en el original Figura1. Páginas de un cuaderno de escritura de una alumna que asistió a la escuela alemana en la época del nacional-socialismo
Texto completo, disponible en:
https://drive.google.com/file/d/0B_r6CYm2yjQCQlpPc3JaWlhSSUk/view
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